Así pues, el inicio de la industrialización no resulta particularmente favorable al alza del nivel de vida de la inmensa mayoría de los trabajadores. Los impedimentos de índole económica se sitúan, junto a la “sed de beneficios”, entre las causas de la miseria obrera que marcaron profundamente los comienzos del capitalismo.
Marx y Engels fueron testigos de esta inmensa miseria del proletariado y de ahí obtuvieron un método de análisis y unas conclusiones definitivas sobre el funcionamiento del sistema capitalista. Fue en 1845 cuando Engels publicó su obra sobre la condición de la clase trabajadora en Inglaterra, y Marx nos dice en el prefacio de El Capital que al ser Inglaterra el lugar clásico de la producción capitalista. Tomo de este país los hechos y los ejemplos principales que sirven de ilustración al desarrollo de mis teorías”. Las nociones de “explotación del hombre por el hombre” y de “lucha de clases” no fueron fruto de la imaginación marxista sino el resultado de una atenta observación de los hechos. En su discurso inaugural a la primera Asociación Internacional de Trabajadores, Marx dibujó un cuadro impresionante de la situación de los obreros entre 1848 y 1864. Para ello se apoyó en los testimonios de las comisiones parlamentarias británicas (Comisión de sanidad pública; Comisión sobre el trabajo de los niños). La historia de la miseria obrera es inseparable de la génesis del pensamiento marxista. Es en los inicios del capitalismo industrial donde hay que buscar los fundamentos del sistema colectivista.
Los primeros católicos sociales descubrirán, hacia la misma época, la magnitud de la miseria obrera, pero tendrían que esperar hasta 1891 para que la primera encíclica social, Rerum Novarum, fuese publicada por León XIII.
Las condiciones de trabajo
Queda patente en el pensamiento de los clásicos ingleses que no era posible mejorar la suerte del obrero por muy fuerte que fuese el deseo para conseguirlo. La ley de la población de Malthus y la teoría del salario mínimo constituían los fundamentos de esta opinión. Un discípulo de Adam Smith escribía a fines del siglo XVII: “El hombre que, a cambio de los productos reales y visibles del suelo, no puede ofrecer más que su trabajo, propiedad inmaterial, y que no puede subvenir a sus necesidades cotidianas más que por un esfuerzo cotidiano, está condenado por la naturaleza a encontrarse casi completamente a la merced del que lo emplea. Es imposible que los argumentos de los filántropos tengan alguna vez suficiente fuerza para determinar a los empresarios a aumentar los salarios de los empleados: ¿ya que las demandas de éstos y las concesiones de aquéllos están regidas por un conjunto de circunstancias ineluctables, que ni el patrono ni el obrero pueden modificar a su voluntad”? Cuando se examina la situación obrera de fines del siglo XVII a fines del siglo xix, nada permite pensar que el obrero no estuviese completamente a la merced de su patrono. El carácter “ineluctable” de este estado de cosas puede dar lugar a opiniones más matizadas, pero ya hemos intentado poner en claro en la sección precedente el peso de las limitaciones económicas ligadas a la acumulación del capita1. Sin embargo, no era necesario, cualesquiera que hubiesen sido estas limitaciones, reducir a la esclavitud a la clase obrera y organizar la vida de las fábricas según un esquema más próximo al de la cárcel que al del taller. La explotación de niños y mujeres es una página poco gloriosa de los comienzos del capitalismo que la carrera por el beneficio y el gusto por la violencia son susceptibles de explicar.
El trabajo de los niños en Inglaterra
La longitud de la forma de trabajo y la emplea de mujeres y niños no fueron acontecimientos nuevos que aparecieran con la industrialización. “En el taller casero nos cuenta Mantoux la explotación de los niños se practicaba de manera completamente natural. En el caso de los quincalleros de Birmingham el aprendizaje empezaba desde la edad de los 7 años; en el de los tejedores del Norte y del Sudoeste los niños trabajaban a los 5 años, a los 4, a la edad a la que se les juzgaba capaces de atención y de obediencia”.
La concentración de la mano de obra en las fábricas hizo nacer nuevas exigencias en la organización del trabajo. Los trabajadores veían en las máquinas un peligro competidor que podía conducirle al paro y detestaban la disciplina que los patronos querían imponerles. A pesar de las largas jornadas de trabajo en casa, el obrero que debía abandonar el taller familiar o el del maestro artesano para entrar en la fábrica, tenía la sensación de abandonar la libertad por la cárcel. Ésta es la razón por la que las primeras fábricas tropezaron con dificultades de empleo de mano de obra. Únicamente los más pobres y los más débiles aceptaron ser contratados por las fábricas: la población expulsada del campo por las enclosures,” y los niños asistidos por las parroquias, constituyeron de esta manera las primeras oleadas de este nuevo proletariado. Michelet ha reprochado a William Pitt el haber fomentado el trabajo de los niños.”…cuando los fabricantes ingleses fueron a decir a Pitt que los salarios elevados del obrero les impedía pagar el impuesto, dijo una frase terrible. Esta frase pesa extraordinariamente sobre Inglaterra como una maldición.
Sí bien no es seguro que Pitt hubiese pronunciado alguna vez esta frase, sí subrayó, como un gran número de sus contemporáneos, las ventajas que podían obtenerse del trabajo de los niños. En un discurso pronunciado en el Parlamento el 12 de febrero de 1796, William Pitt declaró: “La experiencia nos ha mostrado lo que puede producir el trabajo de los niños y las ventajas que se pueden obtener aplicándolos desde pequeños en los trabajos que son capaces de hacer. Si alguien se tomase la molestia de calcular el valor total de lo que ganan desde ahora los niños educados según este método, se sorprendería al considerar la carga de la que su trabajo, suficiente para subvenir a su mantenimiento, libera al país, y lo que sus esfuerzos laboriosos y las costumbres en las que se les ha formado vienen a añadirse a la riqueza nacional”. Por las mismas fechas un pastor anglicano, el reverendo David Davies, recomendaba la extensión de una regla, adoptada en Jutland en 1785, según la cual no se concede ningún socorro a los niños de más de 6 años (en el marco de la ley de pobres), si no sabían hacer punto, ya los niños de más de 9 años si no sabían hilar lino o lana.
Los abusos en la explotación del trabajo de los niños fueron ampliamente favorecidos por la legislación inglesa referente a la asistencia que las parroquias debían otorgar a los pobres desde 1601. Se sabe que las casas de trabajo (workhouses) en las que se hacinaban estos pobres se parecían más a unas cárceles que a unos hospicios. Las parroquias, preocupadas por aligerar el peso de la asistencia financiada mediante impuestos, establecieron contratos de “alquiler” con los fabricantes cuyo interés residía en emplear a niños que apenas pagaban. Los administradores de los impuestos de pobres enviaron grupos de niños a las fábricas, lejos de sus padres, sin que éstos pudiesen expresar su oposición puesto que se beneficiaban de la asistencia pública.
Empujadas por la necesidad, las familias obreras no asistidas también se vieron obligadas a mandar a sus hijos a las fábricas. No sólo la disciplina que se imponía a estos niños era cruel, no sólo trabajan de catorce a dieciocho horas al día, sino que podían ser víctimas de la brutalidad y del sadismo de sus patronos y capataces. La historia del trabajo de los niños, en los comienzos de la revolución industrial, se reduce a una serie de cuadros espantosos de los que Paul Mantoux nos ofrece algunas muestras impresionantes.” Después de citar algunos casos de brutalidad que llegaban hasta la tortura pura y simple, Mantoux concluye: “Indudablemente, no todas las fábricas fueron el teatro de tales escenas, pero no eran tan extrañas como su increíble horror permitiría suponerlo y fueron repitiéndose hasta que no se instituyó un control muy severo. Incluso sin malos tratos, el exceso de trabajo, la falta de horas de sueño, la simple naturaleza de las tareas impuestas a los niños en la edad de crecimiento, habrían bastado para destruir su salud y deformar su cuerpo. Finalmente, la promiscuidad del taller y del dormitorio daban lugar al desarrollo de una peligrosa corrupción de las costumbres, especialmente cuando se trataba de niños, que se veía, desgraciadamente, fomentada por la conducta indigna de un cierto número de patronos y de capataces, que se aprovechaban de ellos para dar suelta a sus bajos instintos. Debido a esta mezcla de depravación y de sufrimiento, de barbarie y de abyección, la fábrica representaba para una conciencia puritana la imagen perfecta del infierno”
Existieron, claro está, excepciones honrosas: bajo la influencia del puritanismo y de las sociedades filantrópicas, algunos empresarios normalizaron el trabajo y organizaron cajas de socorro y dispensarios para los obreros enfermos. Una de las experiencias más célebres fue la de David Dale quien, en 1784, instaló una fábrica de hilados en Escocia. Con el fin de atraer a los campesinos que dudaban en emplear en la fábrica, hizo construir un verdadero poblado modelo, New Lanark. En 1792, vivían en New Lanark 2.000 habitantes. David Dale había empleado a niños asistidos, pero se ocupaba de su bienestar y de su educación. Los niños estaban bien alimentados, no trabajaban después de las siete de la tarde y aprendían a leer y escribir. En 1797, Dale entregó la dirección de su establecimiento a Robert Owen.
Poco a poco fueron multiplicándose las tomas de conciencia ante los abusos a los que conducía el laissez-faire. El 25 de enero de 1796, el doctor Percival publicó un informe en nombre de la Comisión de la Salud Pública de Manchester, en el que se pedía al Estado el establecimiento de una legislación laboral con el fin de proteger a los obreros contra la explotación y los malos tratos de los que eran víctimas. Había que obtener del Parlamento “unas leyes que establecerán en todas estas fábricas un régimen razonable y humano”. Se había lanzado una corriente de opinión que iba a culminar con un proyecto de ley presentado por sir Robert Peel el 6 de abri 1 de 1802. La ley fue votada por el Parlamento inglés el 22 de junio de 1802. Marcaba el punto de escisión con el liberalismo absoluto y obligaba a los empresarios a aceptar ciertas condiciones de higiene y de descanso, en particular para los niños. Sin embargo, esta ley era mucho más el resultado de un sobresalto puritano frente a la inmoralidad y la indecencia que caracterizaban las costumbres en las fábricas, que de la voluntad de mejorar la suerte de los trabajadores. A pesar de la inspección de las fábricas prevista por la ley, ésta fue durante mucho tiempo letra muerta.

Las condiciones de trabajo en Francia
Inglaterra no poseyó el triste monopolio de la miseria obrera: ningún país del continente pudo escapar a estos problemas que contribuyeron ampliamente al estallido agotador e interminable, de la disciplina de hierro, de los alojamientos insalubres, los podía ser mayor, puesto que su empleo dependía completamente de los caprichos del mercado. En su Tableau de l’état physique et moral des ouvriers, publicado en 1840, Villermé subraya la insuficiencia de los salarios y sus consecuencias: “…la familia cuyo trabajo está tan mal retribuido sólo puede subsistir con sus simples ganancias en el caso de que tanto el hombre como la mujer no enfermen, estén empleados durante todo el año, carezcan de vicios y no soportan otra carga que la de dos niños de corta edad. Supongamos un tercer hijo, el paro, una enfermedad, el desorden económico, unas costumbres o solamente una ocasión fortuita de intemperancia y esta familia se encuentra en las mayores dificultades, en una terrible miseria, y resulta indispensable socorrerla”.Villermé también denunció el trabajo de los niños que permanecían de pie de 16a 17 horas en las fábricas textiles: “No es un trabajo a destajo, es una tortura; se infringe a niños de 6 a 8 años, mal alimentados, mal vestidos, obligados a recorrer desde las 5 de la mañana la larga distancia que les separa de los talleres, a la que se añade por la noche la vuelta de los talleres. De todo ello surge una mortalidad infantil demasiado elevada “”Bajo el Segundo Imperio, las condiciones de trabajo de los niños no habían cambiado demasiado y los padres deseaban, por necesidad, que los niños trabajasen lo antes posible. En el establecimiento Dollfus-Mieg, en Mulhouse, hacia mediados del Segundo Imperio, se contaban en los talleres de tiraje mecánico,100 hombres, 40 niños y 340 mujeres. En la industria sedera, las jóvenes empezaban a trabajar. A las 5 de la mañana y terminaban hacia las 10 o las 11 de la noche.”“Dos años de este régimen de trabajo, señalaba un informe médico, bastaban para destrozar la salud y la belleza de la joven”.
Las condiciones de trabajo en los Estados Unidos
En este cuadro rápido y general de las condiciones de trabajo, al comienzo de la industrialización de los países capitalistas, hay que hacer una mención especial del caso de los Estados Unidos. La escasez de mano de obra fue un factor favorable para los salarios, al menos con anterioridad a los años de fuerte inmigración. Antes de 1840, los salarios reales de los obreros cualificados eran netamente más elevados que en Gran Bretaña. La economía americana no poseía una población campesina capaz de emigrar hacia las ciudades bajo la presión del progreso técnico. La expansión hacia el Oeste absorbía una parte de la mano de obra disponible, mientras que los inmigrantes eran contratados por las empresas industriales del noreste del país. “La aparición de la máquina causó el paro de los obreros y la estructura social de los Estados Unidos no sufrió unos trastornos tan considerables como en Europa. El artesanado no había adquirido la misma importancia que en los viejos países europeos. Cuanto más escasa era la mano de obra disponible, mejores eran las condiciones de trabajo. No conviene, sin embargo, generalizar las excepciones señaladas por algunos viajeros europeos que describieron las condiciones de vida de las jóvenes de Lowell, empleadas en la industria textil. Anthony Trollope y Harriet Martineau afirmaron que eran obreras europeas. Pero las condiciones de vida y de trabajo en New Lanark, en Escocia, eran tan buenas y tan excepcionales como las de Lowell. Los salarios reales de los obreros americanos aumentaron más rápidamente que en Europa, especialmente después de la guerra civil, pero, en conjunto, encontramos en los Estados Unidos los mismos abusos que en Europa y la misma miseria del proletariado.
El paternalismo moralizador y la disciplina
Tanto en uno como en otro continente el paternalismo agresivo y moralizante de los patronos era el mismo. El puritanismo de barniz político inspiró profundamente los reglamentos de los talleres tanto a un lado como a otro del Atlántico. En una fábrica de muebles americana las instrucciones dadas al personal, hacia 1870, no se referían al trabajo en el interior de la empresa: “Todo empleado precisaba el reglamento que fume cigarros españoles, beba alcohol bajo una forma u otra, se haga afeitar por el barbero, o frecuentes casas de juego y lugares públicos, dará a su patrono motivos para sospechar de su integridad, de sus buenas intenciones y de su honradez en general.
” Cada empleado tiene que pagar el diezmo, o sea el 10% de sus ingresos anuales a la Iglesia. Cualesquiera que sean sus ingresos, la contribución de cada uno de ellos no debe ser inferior a los 25 dólares por año… Los hombres tendrán una noche libre por semana; dos si van regularmente a la Iglesia… Después de haber trabajado durante 13 horas en el taller, todo empleado debe utilizar sus ocios en leer buenos libros y en pensar en las glorias y en la construcción del reino de Dios”.1 Otro tipo de reglamento, que entonces no era más que un convenio unilateral que el obrero se veía forzado a aceptar, imponía un gran número de multas por motivos de lo más diverso. En 1869, en las fábricas de Creusot, la totalidad de las multas podía absorber 26,75 francos de un salario de 30.
En las fábricas de hilados de Manchester, las multas penalizan los hechos y los gestos más inesperados tales como: abrir una ventana; ir sucio en el trabajo; no volver a dejar en su sitio la alcuza de aceite; silbar durante el trabajo… Un obrero enfermo que no podía encontrar un sustituto satisfactorio debía pagar 6 chelines al día por la “pérdida de energía mecánica”. El aumento de la dimensión de las empresas hacía desaparecer todo contacto directo entre el patrono y los obreros, y ello no hacía más que endurecer la disciplina. En la segunda mitad del siglo xix la dirección de las grandes empresas estaba asegurada por los consejos de administración de las sociedades anónimas. Ciertos datos en 1862, deploran la multiplicación de estos “amos sin cara”. Empresas, gracias al aumento de la productividad debido a la concentración de las empresas. También la protección del trabajo quedará mejor asegurada por las instituciones eficaces para defender a sus miembros cuando éstos están agrupados en grandes en desarrollo del derecho laboral a principios del siglo xix.
